El lince y el error

Los bustos de mármol me miraban como quien va a revelar un secreto. Imaginé que de noche aquellas figuras reían, discutían, se declaraban amores, y al amanecer regresaban a su silencio hipócrita, a la quietud pétrea, al aburrimiento del largo pasillo custodiado. Subí una escalinata que conducía a una sala rodeada de grandes puertas de madera. Ninguna estaba abierta. Sobre una de ellas advertí el letrero “biblioteca”. La empujé: también estaba cerrada. “No es ahí”, dijo una voz a mi espalda. Al girarme encontré una mujer cuyo rostro me resultaba familiar. “No es ahí”, repitió, pero yo seguía absorta en sus facciones. Señaló otra puerta y se fue. Entonces caí: su cara era idéntica a la de uno de los bustos del pasillo.

El olor envolvente del papel viejo y las librerías decimonónicas me hicieron olvidar aquella asociación. Cubrí el formulario de solicitud y me senté a esperar.  Solo había una persona en aquella inmensa sala de lectura: un hombrecillo a quien la vetusta mesa llegaba casi a la altura del cuello, vestido de negro y armado con una lupa redonda. De pronto su mirada se cruzó con la mía y, para mi sorpresa, alzó el dedo índice. Al principio no entendí aquel gesto, pero después miré hacia donde apuntaba: un enorme lince con un antifaz negro pintado en el techo. Debajo, un lema en italiano: “no verás si no quieres ver”.

Para distraerme, hojeé mis papeles. Un compañero me había pedido que cotejase el manuscrito de una comedia datado en 1640 con otro sin fecha albergado en aquella biblioteca. El autor apenas era conocido; la obra, sin interés. Había dejado aquella tarea para el final de mi estancia predoctoral,  cuando –todavía no podía creerlo– ya había puesto el último punto a mi tesis.

Vi el manuscrito en el mostrador. Me acerqué a recogerlo. De repente, sin motivo alguno, noté cómo me palpitaba el corazón. Las manos me temblaron al recoger aquellos papeles resecos. Regresé a mi asiento a toda prisa. No entendía la causa de aquel nerviosismo. Mientras me sentaba, vi cómo el hombrecillo caminaba rápido hacia mí. De cerca parecía aún más diminuto. Me ofreció su lupa y volvió a su asiento. Volví la vista hacia el documento que tenía entre las manos. La signatura figuraba con letras rojas en la primera página. Había un error.

Aquel no era el manuscrito. Ya me había levantado para devolverlo, deseando terminar pronto aquella mañana tan extraña, cuando pasé casi por rutina las dos siguientes hojas, blancas, y llegué a la del título, escrito con letra decimonónica. Y vi algo raro. No era el título de la comedia que investigaba mi amigo. No. No, pero había algo todavía más extraño. Se trataba del título de la comedia cuya edición era el objeto de mi tesis doctoral.

No puede ser, me dije. Es imposible. No se conoce la existencia de este manuscrito. No figura en ninguna bibliografía. No consta en el catálogo de la biblioteca, reeditado hace dos años. Con la respiración entrecortada, pasé la página. Allí estaba el texto. Efectivamente, necesitaba la lupa, pues la letra era diminuta. La letra. La letra. ¿Podía ser cierto lo que veían mis ojos? Se trataba de un autógrafo del autor. ¿Un sueño? ¿Una ficción? ¿Una fantasía de una febril noche de trabajo, después de haber lidiado con variantes, errores, correcciones ope codicum y ope ingenii?

Empecé a leer. Y terminé de leer. Casi sin tomar aire. En el folio 38r figuraban la fecha y el lugar de redacción. Se trataba del manuscrito autógrafo de la comedia que yo había estado editando. El autógrafo, sin los errores del resto de ediciones. El manuscrito del dramaturgo, con todas sus lecturas originales.

Ni siquiera me di tiempo para sentir euforia. Mi tesis estaba terminada. Había dedicado años a estudiar la transmisión de aquella comedia en sus sucesivas ediciones. A fijar su texto. A seleccionar sus variantes. A enmendar sus errores. A anotarlo. A interpretarlo. A escribir su análisis teatral con todo el detalle posible. Mi edición había surgido de la filología, y, aquel manuscrito, de la casualidad. Considerarlo ahora significaba reescribir la tesis de principio a fin.

Miré los papeles por última vez y los dejé en el mostrador. Quería salir de aquel sitio cuanto antes. ¿Qué le diría a mi amigo? Le devolví la lupa al hombrecillo. Al fin y al cabo, su comedia no importaba tanto. La puerta de madera sonó con estruendo al cerrarse. Le pondría cualquier excusa. Bajé las escaleras atropelladamente. Una pena, había sido imposible. Los bustos guardaban silencio mientras yo corría por el pasillo, pero, jueces implacables, duros censores, parecían castigarme con sus miradas blancas.

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Isabel Hernando Morata // Universidade de Santiago de Compostela

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