Han pasado unos minutos u horas o tal vez solo segundos, hay como un resplandor blanco de luna menguante en los ojos del perro que no ha parado de moverse a su alrededor, todavía un recuerdo de un verso que iba a recitar, todavía el recuerdo del ademán antes del último mutis. El perro husmea sus heridas y quiere lamerlas pero su lengua grande y cálida solo acaricia el jubón rasgado, solo encuentra la sangre del amo, que mueve ya casi como una marioneta los brazos y las piernas. No estás en tu seso, le había dicho su madre cuando decidió integrarse en la compañía, no estás en tu seso, le había dicho su mujer cuando decidió volver a representar en Daroca, donde el año anterior le habían amenazado de muerte, no estás en tu seso, le había dicho su amante cuando decidió encontrarse con ella en una cuadra abandonada en el campo. El perro había apoyado su hocico sobre la frente ya tibia, el perro triste y desconcertado, nervioso y abatido, el perro que ahora parecía el único ser sobre la tierra. Si no cargara sobre mis hombros la fama de –pero ya le faltaba el aliento–, si yo no me hubiera entregado al amor de –pero ya casi no podía razonar–, si yo solo hubiera sido –pero ya las palmas de sus manos estaban heladas–. El can escuchó un ruido a lo lejos, luego pasos de hombres, tres o cuatro, luego los vio llegar, gritos, exclamaciones, juramentos, ellos cargaron a su amo, ya muñeco o títere, y se lo llevaron a paso rápido, casi al trote. Él se quedó inmóvil en el camino, ni fiel ni leal ni amigo inseparable, simplemente demasiado turbado o confundido.
“En 1616, el cadáver de Francisco Quiroga, representante, natural de Salamanca, asesinado por unos bandidos, es trasladado al hospital de la Merced de Daroca”.
(Él nunca sabrá que el crimen no fue la venganza de un hombre, que la causa no fueron el amor o los celos o la desesperación, él no sabrá que lo mataron unos ladrones comunes de mirada sórdida, ajenos a todo sentimentalismo, pero no dejará lugar a la duda, y es preferible que al expirar sienta que su muerte tiene un sentido, que la comedia tiene un argumento, una matemática perfecta).
Quienes creen que no existe el alma carecen de intuición, y, atrapados en sus premisas y silogismos, dominados por la lógica y la ciencia, no serán capaces de advertir el espíritu de Pedro Quiroga, que vaga por el camino donde lo mataron, o se sienta en una piedra a pronunciar su papel, o representa el gesto antes del último mutis, o añora a la mujer por la que cree que perdió la vida, o busca entre los chopos y los maizales los ojos de su perro. Ellos no permitirán que este suceso deje de ser un dato en una crónica o archivo o trabajo de investigación o monografía para convertirse en historia con principio y final, ni pensarán por un segundo que tal vez pudo ser como se imagina.
Isabel Hernando Morata