El canal

—¿El medio es el mensaje? El canal, el canal de Youtube es el mensaje. ¿Te acuerdas de cuando estudiábamos en literatura aquello de «forma» y «fondo», en lengua lo de «significado» y «significante»?

—No mucho.

—Normal. Pero sí sabrás que estamos en la era del significante, en la era de la forma sin contenido. Aquella caverna platónica donde, maniatados, los prisioneros veían desfilar sombras proyectadas en una pared… ¡Ah, qué felices nos hacen esas sombras, hoy más que nunca! ¡Cómo nos recreamos en sus formas sin cuestionar las cuerdas que nos atan!

—Cuéntame dónde quieres ir a parar…

—Nada. Un siempre ejemplo: resulta que una chica ha abierto un canal en Youtube con tutoriales sobre confección de encajes de bolillos. Por lo visto, las expertas en el tema se han echado las manos a la cabeza: la youtuber tiene unos conocimientos muy básicos en la materia, incluso a veces erróneos, pero ya le pagan por asistir a los encuentros de bolilleras como estrella invitada. Todos quieren ver a la chica que sale en los vídeos. Da igual si sabe o no enrollar un bolillo. Lo importante es que aparece por internet.

—Ya. Es el signo de los tiempos. Como esos periodistas o escritores que no son ni buenos ni malos, que son del montón, pero que suenan y resuenan, y obtienen recompensas por esa «fama» gracias a estar constantemente presentes en las redes sociales.

—Exacto. Porque lo importante no es la calidad de tu trabajo, o tu talento, o tu esfuerzo, qué va. Lo importante es tu gracia y salero a la hora de venderte por internet. Y como palmeros nunca le faltan ni al más mediocre en el mundillo digital…

—A mí lo que más me impacta es la sobredimensión que está adquiriendo Twitter a todos los niveles. Aparte de que los telediarios, las tertulias y demás ya se construyen a golpe de tuit (cómo fagocita la tele lo que gusta a la masa y se lo devuelve trituradito, en una espiral infinita de podredumbre), es que los políticos viven obsesionados con las redes sociales. Ahora solo faltaba el caso Cassandra para ensimismarse más en las pantallas.

—Las pantallas son las paredes de la nueva cueva de Platón. Los sombras que no dejamos de mirar son los tuits en cascada permanente…

—La misma semana de Cassandra arriba y abajo, el periodista Lucas de la Cal sacó a la luz, en un espléndido y arriesgado reportaje de denuncia, la realidad de los «menas» (menores extranjeros no acompañados) que se arraciman en un hangar abandonado de Ceuta a la espera de esconderse entre las ruedas de algún camión que les permita llegar hasta París. Son críos de entre diez y catorce años que pasan el día colocados con pegamento que les proporciona un indeseable que, además, abusa de ellos. Su historia de abandono y miseria no ha saltado al debate público, ni los políticos ni los tertulianos se han ocupado un minuto de estos chicos abocados a la desgracia. Mientras tanto, los tuits de Cassandra han sido motivo de profundas exégesis.

—Es triste pensar que, si los “mena” tuvieran un canal en Youtube, nos interesarían.

Última edición

—Paseas, paseas y paseas y un día sucede. Otra vez más.

—¿Qué?

—Que ha cerrado de nuevo un quiosco. Que las hojas volantes que amanecían cada mañana colgadas de su fachada han levantado el vuelo por última vez. Como la última edición más triste que todo lector pueda imaginar: sin previo aviso, sin editoriales solemnes, sin suplemento conmemorativo y una triste carta del director.

—¿Y eso a qué viene hoy?

—Pues a que me ha pasado dos veces en el último mes. Primero, en el histórico quiosco España de la calle Barcelonina: el corazón de la València que todavía huele a Bar Torino y a pensión furtiva. Allí, donde era fácil encontrar casi cualquier revista y donde la prensa internacional llenaba de exotismo y aires cosmopolitas esta ciudad tantas veces a medias, todo lector de prensa hallaba un cálido refugio. El rosa de la Gazzeta dello Sport, el salmón del Financial Times, el marco rojo de la Time, las letras góticas de la cabecera de Le Monde. Era como la paleta Pantone de la industria periodística. El otro día, fui a pillar la revista Quimera de este mes (por cierto, muy recomendable: celebra ya 400 números hablando de literatura) y me quedé congelada.

—Ya no había prensa.

—Exacto. Ni rastro de las revistas especializadas, ni huella de la prensa internacional. Quedaba como un puesto de venta general con un puñado de diarios igualmente amenazados. Setenta años de historia esfumada. Y eso mismo me ocurrió esta semana en la calle Sant Vicent, en uno de los quioscos en los que olía a tinta extranjera transportada en avión de madrugada, cuando los poderosos temían antes al diario de la mañana siguiente.

—Hoy ya no hay poderoso que tema a la prensa: mira Trump, ha vencido en las urnas precisamente atacando a la prensa. Y del mismo modo que toda propaganda necesita unos gramos de verdad para ser engullida, algo habrá hecho el establishment periodístico yanqui para suscitar tan poca empatía y solidaridad del pueblo.

—Sí, pero yo te hablaba de los quioscos que cierran, de la prensa que a muchos pueblos ya no llega. Y hoy no quiero reflexionar sobre el cambio de modelo de una industria necesaria (aunque menos que los cirujanos y que los cooperantes, todo sea dicho, que abuela no les falta a los periodistas). No quiero ni entrar en por qué la gente pasa del papel a la pantalla: ¡demasiados doctores tiene ya esa Iglesia! Tampoco pienso hablar de si la realidad es que muchos lectores pasan del papel a la pérdida de tiempo en las redes y el móvil. Hoy solo quiero lamentar, a modo de epitafio amargo para el paisaje urbano, el goteo incesante de quioscos que cierran sus puertas. De las últimas ediciones que vuelan a la vuelta de la esquina. De los limpiabotas del siglo XXI, los quiosqueros, un cálido oficio amenazado por el gélido y mortal retuit.

Modelos

—Un ejercicio de crítica feminista es sentarse a ver con ojos de género el programa de Televisión Española «Corazón»…

—Pagado con nuestros impuestos. Y nunca se entenderá por qué; por qué Bertín Osborne o Javier Cárdenas con nuestros impuestos… Pero no nos desviemos, di.

—Te acomodas en el sofá con un bolígrafo y, atenta a la ideología machista que impregna cada ápice del espacio rosa (en apariencia inocuo), vas anotando las ocasiones en las que la felicidad de una mujer se cifra en el matrimonio y en la procreación: «Fulanita ya es mamá; menganita le da consejos después de haber tenido tres retoños; no-sé-quién se ha vuelto a enamorar y dice que sí, que este es el definitivo; no-sé-cuál prepara su boda porque sabe que es el día más especial para una chica; la actriz tal ha recuperado su talla en un mes tras dar a luz; la modelo cual se preocupa por alimentar sano a su familia; la cantante x se recupera de su ruptura sentimental junto a un amigo especial…».

—Es un bucle infinito: amor romántico (pero no del de Byron, claro, del chungo), matrimonio, embarazo, crianza, divorcio y vuelta a empezar la función.

—Así es. Y el modelo de mujer que se proyecta en este tipo de programas resulta tan irreal como perjudicial: la mujer debe ser sexy, joven (o aparentarlo), delgada, madre, esposa y luego, en el tiempo que le queda, dedicarse a algo más: diseñar joyas, ser la imagen de una firma de moda o lucir palmito en fiestas «cool», qué sé yo.

—Está claro que el montaje del programa persigue únicamente el espectáculo. Aunque el resultado final sea una farsa cutre de vidas vacías sin un ápice de interés, un cartón piedra con purpurina que esconde las típicas miserias. Pero, ¿qué modelo femenino se exporta a las chicas más jóvenes y con menos conciencia crítica?

—Llevo tiempo defendiendo la necesidad de incluir los estudios de género en el sistema educativo desde primaria hasta bachillerato. Sinceramente, me parecen mucho más necesarios y útiles para la vida que tocar la flauta dulce, y mucho más complicados de aprender por uno mismo que el manejo de un ordenador, por ponerte dos ejemplos de asignaturas «blandas» que llenan los horarios estudiantiles.

—Es que, hija, si fuera por ti los colegios públicos se parecerían a liceos italianos y todo se aprendería a partir de dos grandes ramas del saber, la Filosofía y la Historia.

—Ay, si yo pudiera confeccionar los planes de estudio en España. ¡Cuántos Sénecas y Vitrubios despuntarían en el siglo XXI!

—No apuntes tan alto. Si se cumplieran los planes de estudio actuales, ya se adelantaría mucho… Pero no nos salgamos del cauce. Sobre modelos de mujer para las más jóvenes hablábamos. Y tengo que decirte que una alegría se nos permite en los últimos tiempos. Que ya he conocido algunas chicas, niñas incluso, que tienen muy claro a qué mujer quieren parecerse de mayores. Y el referente no puede ser mejor: la laureada deportista Carolina Marín.

—Pues sí que es un modelo estupendo para las niñas: humilde, pero atrevida y valiente, con gran seguridad en sí misma, pero sencilla de carácter, luchadora, atrevida en la cancha, con esa fuerza que hace temblar a sus oponentes, y a la vez educada, seria y formal, con el espíritu de sacrificio que exige llegar tan lejos, y con un físico tan natural como poderoso, sin necesidad de potingues ni photoshop. ¿Dónde hay que firmar para que se pase por todos los colegios? Ella sola es una asignatura completa de feminismo.

Detrás

—En Canadá, han hecho ministro de Inmigración a un somalí que llegó a ese país como refugiado en 1993. El otro día lo sacaron por la televisión, en su casa, con su familia. Parecía un tío muy sensato que había trabajado duro para conseguir ese puesto tan importante, subiendo peldañitos con su esfuerzo y su tesón. También sacaron a su esposa, otra somalí que llegó a Canadá como refugiada. La sacaron jugando con los dos hijos pequeños del matrimonio, y en la cocina ante un guiso de suculento aspecto, los labios pintados de fucsia, perfectamente arreglada. Le preguntaron si se sentía orgullosa de su marido, y dijo que por supuesto, que estaba muy orgullosa de su esposo. Punto.

—No está mal sentirte orgulloso de tu pareja, ¿no?

—No me gustaría morirme sin ver un mundo en el que una mujer inteligente, con un potente bagaje intelectual y una trayectoria brillante a sus espaldas, llega a una posición relevante y, entonces, sacan a su marido, con un aspecto maravillosamente atractivo, jugando con los críos y rodeado de utensilios de cocina, mientras proclama, con una sonrisa de oreja a oreja: “Estoy orgullosísimo de mi mujer”.

—Ya. Quieres decir que hemos normalizado que una mujer esté de apoyo del hombre triunfador, pero que todavía resulta extraño a la inversa, ¿verdad? Esto me recuerda a eso de que, detrás de todo gran hombre, siempre hay una gran mujer. Aunque esa preposición, “detrás”, provoca una grima insoportable. Es la tópica y aceptada posición de invisibilidad, de facilitadoras en la sombra, por gusto o por imposición, que se nos destina a las mujeres. Y ese reconocimiento condescenciente, paternalista, esa frasecita: dos golpecitos en la espalda y vuelve ahí, ahí “detrás”, ahí eres útil, y estáte orgullosa. Por lo visto, desde siglos atrás, para que los hombres hagan sus valiosas tareas y consten en las enciclopedias, las mujeres han tenido que ocuparse absolutamente de todo lo que, si aparece en los libros, lo hace en nota al pie. “Detrás” o “debajo” son aquí sinónimos.

—Las mujeres somos exactamente lo que se nos ha permitido ser dentro del sistema patriarcal que hemos apuntalado pero que conceptualmente no hemos colaborado en construir, porque los conceptos nunca nos han pertenecido. Vírgenes o femmes fatales, modelos construidos por los hombres para que encajemos dentro. Sin discrepancias, sin diversidad, hasta hace relativamente muy poco. La alternativa, ¿cuál es? ¿Ser la “rara”? No es fácil escoger ser “rara” de manera deliberada; estar dentro del canon facilita mucho la vida. Dicen que el mundo en femenino sería mejor, pero no podemos saberlo, ¿cómo saberlo? Lo femenino ha sido inventado por los hombres, como el resto de cosas. No somos más dulces, comprensivas, sacrificadas o resignadas, más bondadosas y dispuestas a cuidar de los demás, es decir, no lo somos por naturaleza, lo somos por imperativo social, por costumbre. Lo cierto es que ese dibujo de la mujer callada ante la adversidad, de ese mástil transparente que sustenta la trayectoria del varón, es también una creación masculina. Y sigue funcionando a plena máquina.

Enfermos

—Estas dos últimas semanas he estado enferma. Tuve una gripe horrorosa que me mantuvo durante varios días en una especie de limbo dentro de casa. Convaleciente, solo podía bajar al cauce del río y tomar el sol durante una hora en silencio, absorbiendo sus partículas sanadoras. ¿Cómo soportan la vida en los países nórdicos?

—Son ricos, dicen.

—Eso será. Aunque eso no lo arregla todo, afortunadamente para los pobres. Una de las noches de fiebre coincidió con la programación de la película La lista de Schindler en una canal de la tele. Me puse a verla, por tercera o cuarta vez, hecha un ovillo en el sofá, con los ojos entrecerrados y diez kilos de mantas encima. Aquellas atrocidades, aquella frialdad, aquella locura colectiva…

—Siempre que pienso en mantas y enfermedad me acuerdo de esas escenas de La montaña mágica… Con los tuberculosos enrollados a conciencia en gruesas mantas, acostados en las mecedoras de sus balcones del sanatorio, respirando el aire puro de la alta montaña suiza.

—Muy literario, pero mi caso ha sido más prosaico. La cuestión es que ese día, después de ver la peli, la fiebre fue en aumento y pasé toda la noche sumida en la clase de pesadillas repetitivas y absurdas que siempre ofrecen unas décimas de calentura. En la desagradable duermevela, pasaban por mi mente imágenes de judíos subiendo a trenes, a camiones, a todo tipo de vehículos, y bajando, y luego siendo obligados a volver a subir, y así incesantemente, sin descanso. Ante la desasosegante visión, yo sentía náuseas y taquicardia. No podía eliminar las imágenes de mi mente, como si fuese una especie de macabro GIF, y solo pude reposar cuando salió el sol y la fiebre bajó.

—Siempre he pensado que debe de ser terrible estar enfermo en medio de una guerra, o en un campo de concentración. Debe de ser terrible estar enfermo en plena calle, si eres un sintecho, o en medio del mar, en una barcaza atestada. En circunstancias durísimas, si además te falla la salud…

—Ante el genocidio nazi siempre surge la misma pregunta: ¿Cómo fue posible que toda la sociedad lo apuntalara? Porque nunca hay un solo loco. Detrás del Trump ansioso por construir el muro, como detrás de tantos otros, hay apoyo de mucha gente. ¿Inconscientes? ¿Ignorantes? ¿Gente que se deja arrastrar sin cuestionamiento alguno? ¿Laxos, sin moral? Seres humanos, en definitiva, como tú y como yo.

—Exacto. Como tú y como yo. Ahí está la clave. Hoy nos estremece la barbarie nazi. Mañana nos estremecerá otro episodio deplorable, y nos preguntaremos por qué, cómo pudo pasar, cómo tanta gente volvió el rostro y siguió la fiesta, de qué modo fue posible que 5.000 personas perdieran la vida en el Mediterráneo durante el año 2016 y no pasara absolutamente nada. ¿Un solo loco? No. Qué va. Muchos inconscientes, muchos laxos hacen falta para que esto se sostenga. Algún día se hará un película, y la gente se secará las lágrimas, y se lamentará de la falta de empatía, de conmiseración y de humanidad entre sus antepasados. ¡Qué raro es un mundo en el que a tu abuelo lo subieron a un tren los nazis y tú amenazas con más asentamientos en Cisjordania! Algo no funciona bien, no. Y esta fiebre no desaparece al amanecer.

Vocación

—Una de las mejores profesoras que he tenido a lo largo de toda mi vida académica, que ha sido larga, aunque nunca lo sea demasiado (ella también me enseñó que el estado ideal es el de estudiante), no tenía vocación de profesora, no quería dedicarse a la docencia.

—Pero era una gran maestra, según dices.

—Excelente. Nunca he visto a nadie que se tomara tan en serio su trabajo en las aulas, nunca. Aquello era sagrado para ella. Pero no tenía vocación, ni falta que le hacía.

—¿Y qué tenía que la hacía tan especial?

—Tenía un sentido extremo de la profesionalidad. Porque ser profesional, te dediques a lo que te dediques, es lo que verdaderamente importa.

—Espera, espera, ¿y la vocación? ¿Dónde te la dejas?

—Prescindo de ella. Es muy simple. Tú no quieres que el médico que te opera tenga ilusión por ser cirujano, quieres que te opere a la perfección. Te da igual que el cocinero esté emocionado con preparar tu cena, lo que quieres es que le salga tan rica que te chupes los dedos. Qué más dará si el bombero soñaba o no con apagar fuegos de pequeño: que lo apague rápido y sin poner a nadie en peligro.

—Pero mejor será que se alíen vocación y profesionalidad en cada trabajador, ¿no? Quant més sucre, més dolç

—No sé si será mejor, pero lo que está claro es que la vocación por sí sola no sirve absolutamente para nada. Y que, sin embargo, un auténtico profesional de su oficio es idóneo en cualquier ámbito, incluido el de la educación, en la que el mito vocacional ha hecho tanto daño.

—Pues siempre se ha dicho que todo buen maestro…

—Mira, yo hice la carrera con gente que decía tener una gran vocación de profesor de secundaria y eran unos auténticos zoquetes sin curiosidad ni interés por aprender. ¡Pobres de los niños que estén en sus manos! Porque esa gente tiene mucha potra y acaba metiendo cabeza en las aulas, está comprobado.

—Bueno, esos no tienen vocación, esos tienen la cara muy dura y ya está. Pero, al hilo de lo que comentas: hace unas semanas vi en el cine la película La clase de esgrima, de Klaus Härö. Cuenta la historia del campeón de esgrima Endel Nelis. Para huir de la policía secreta rusa, el deportista ocupa un puesto de profesor de educación física en un pueblecito. El tío no tenía vocación alguna, él quería dedicarse a la esgrima y punto, pero su formalidad ante el compromiso adoptado con los niños hace que se convierta en el profesor más respetado y valorado del colegio. Y también en el enemigo del mediocre director del centro, de supuesta gran vocación.

—Otro ejemplo lo ofrece, magistralmente, la novela Juventud sin Dios, de Ödön von Horváth, escrita durante los años de auge del nazismo y todavía de actualidad. Cuenta la historia de un profesor de Geografía que, una vez perdida su vocación, acaba brindando a los alumnos una lección moral que siempre le agradecerán. No te doy más detalles porque en la novela hay un misterio y vale la pena resolverlo leyendo este clásico de la literatura en lengua alemana que fue mandado quemar públicamente por Goebbels.

—Goebbels… Un caso en el que se aliaron profesionalidad y vocación para terror del mundo entero. Pues, en realidad, ni la una ni la otra sirven de nada sin lo principal: una adecuada base ética, ¿no crees?

Lo inefable

—Hay ciertas opiniones que te tienes que cuidar mucho de verter. Y no me refiero a comentarios xenófobos o machistas llenos de ignorancia, maldad y egoísmo. No. No me refiero a burradas que caen ante cualquier razonamiento humanístico. Me refiero a ciertas opiniones que no son mayoritarias, formas de ver el mundo que no están de moda, que no forman parte del stablishment aceptado y te convierten automáticamente en un ser extraño, en un friki, o en alguien que debe ser visto como extravagante al no entrar en la norma bendecida por la masa.

—Pero dame algún ejemplo, para que pueda entenderte bien.

—Pues es muy sencillo. Di: “No me gustan los perros” o “no me gustan los bebés” y verás la cara de terror gótico que se dibuja en la gente. Es casi como decir que te gusta beber sangre de cabra a la luz de la luna el día de Todos los Santos. Una locura. Una enfermedad. Porque los perros y los bebés son algo adorable, adorable hasta el infinito. Y si no te hacen gracia, estás de psiquiatra.

—A ver, está claro que a cada persona le parece “mona” una cosa, pero es que justo me has dicho dos que son adorables al cien por cien…

—Di: “No, no quiero una cerveza; es que nunca bebo alcohol” . O “no tengo Whatsapp, mejor llámame”. Serás calificado de raro para todo tu vida. Te harán una cruz simbólica y ya siempre dirán: “Jorge, que no tiene Whatsapp, ¿será posible?” o “pues una cerveza fresquita es lo mejor del mundo, ya ves, y ella siempre con el Nestea”. Raro, serás raro.

—A ver, un pelín sí, pero tampoco exageres…

—Di: “No quiero hacerme un selfie” o “no me gusta viajar, prefiero estar siempre en mi pueblo”. Uy, qué antiguo y qué cerrado que eres, qué poco sabes disfrutar de la vida moderna, qué muermo, qué aburrido. Qué raro, en definitiva.

—Ostras, es que, la verdad, ser así es un poco raro, ¿no?

—Pero, ¿qué es raro?, ¿quién reparte los carnets de “normal”?, ¿es normal que dos millones de personas vean Sálvame?, ¿es normal pasarse el día pegado a una pantalla esperando no se sabe qué?, ¿es normal poner en circulación fotos de tus hijos menores de edad?, ¿es normal que las calles huelan siempre a meada de perro?, ¿es normal pactar con el diablo una hipoteca de 35 años?, ¿es normal estar endeudado y seguir bebiendo cerveza en el bar con internet a todo gas en el móvil?, ¿es normal el deseo permanente por consumir, por poseer y por exhibir?

—Esto me recuerda a… Hace años, cuando iba al instituto, nos hicieron leer un libro del sociólogo valenciano Josep Vicent Marqués que hablaba sobre lo “natural” (aquello que nos viene dado por nuestra condición humana) frente a lo “normal”, que sería una convención social, un constructo artificial que nos pauta el camino: “Cómprate una vivienda y un coche, cásate, forma una familia estándar, etc.”. Se titulaba, precisamente, No és natural.

—Pues desde que se publicó ese libro, hace ya más de veinticinco años, nuevas prácticas sociales que hoy pasan por “normales” se han “naturalizado” hasta convertirse en dogmas incuestionables. Así que ya hace falta que alguien firme una segunda parte al trabajo de Marqués.

Callejear

—Era de noche, en pleno invierno, y las calles del distrito de la Seu estaban desiertas y silenciosas. El eco de los pasos resonaba por Trinitaris. Parecía un viaje en el tiempo. Me dije: “Algún día quiero vivir por aquí”. Y, tras algunas noches de paseo y búsqueda, vimos el ansiado cartel de “se alquila”.

—Pues yo tenía claro quería estrenar un piso propio y en una zona nueva. Siempre me han gustado los edificios altos y las calles amplias. ¡Nueva York es mi ciudad favorita! Así que me vine a la Avinguda de les Corts Valencianes. Y estoy genial… Los bares por la tarde, el centro comercial al lado, gente joven con buen nivel de vida. Además, resulta tan práctico…

—No digo que no, pero es un espacio que carece de poesía. En Ciutat Vella tienes los metros cuadrados justos para vivir y muchos edificios están deteriorados. Pero la panorámica desde el terrat nunca defrauda. Y prefiero esa poesía a un hall minimalista cargado de ambientador frutal.

—Tú es que eres muy romántica… Mira, suerte que ambas hemos podido elegir. A muchos no les queda más opción que apañarse con el piso de protección oficial del franquismo, heredado del abuelo y en cualquier barrio de trabajadores.

—Totalmente cierto. Me has inyectado la dosis de realidad que me faltaba.

—Pero, sigue, sigue.

—Bueno, lo que intentaba decirte es que, si puedo, evito la despersonalización. Me gustan los lugares con identidad. ¡Ah! Y lo del buen nivel de vida de tus vecinos… Primero habría que ver sus deudas con el banco.

—Vale… Entonces, ¿cuál es la gran virtud de vivir en el barri de la Seu?

—El privilegio de conectar con el pasado. Mira, por ejemplo, Manuel González Martí tuvo allí su museo de cerámica antes de trasladarse al Palau de Dos Aigües. Y Pere Maria Orts, antes de dejarnos huérfanos de homenots, todavía recordaba a los niños de su calle jugando ante la enorme fachada del seminario.

—Bucólico. Pero ahora en los cascos históricos no se puede aparcar, faltan comercios y servicios básicos, la movilidad resulta muy incómoda, por no hablar de ciertas calles frecuentadas a altas horas, sucias y ruidosas…

—Tienes razón, pero en esas calles está lo que fuimos. Conocí a una profesora de Roma que vivía a las afueras de la ciudad y llevaba los domingos a su hijo de diez años a pasear por el núcleo histórico. No quería que la mirada del crío se educara en bloques de cemento y tramas cuadriculadas. Quería que las filigranas, los estucos y las volutas de las fachadas, sus colores siena, ocre y añil, penetraran en el cerebro del chaval enriqueciéndole y relatándole sus orígenes.

—Otros preferirán que sus hijos miren hacia el futuro a través de una arquitectura contemporánea y un modelo de ciudad que conecta con el resto del planeta.

—La arquitectura del pelotazo, precisamente, es la que nos ha reconducido al pasado, pero en su aspecto más miserable… Yo solo digo que pasear por Ciutat Vella debería ser obligatorio para cultivar nuestra sensibilidad histórica. Y, aquí en Valencia, que tenemos el privilegio de callejear sin el turismo masivo de Barcelona o Roma, no tenemos excusa. ¡Ah! Por cierto, mi ciudad favorita es Morella.

—Ya, ya me imaginaba que Shanghai no iba a ser…

Blindaje

—Llevo tiempo constatando que los mismos que estaban en el sistema a finales de los 70 y en los 80 siguen estando en los puestos de mando actualmente, sean económicos, culturales o sociales.

—¿Lo dices porque Víctor Manuel y Ana Belén han vuelto a la carretera?

—Lo digo porque si ves cualquier portada de la revista Ajoblanco o similar, y ves los colaboradores y los temas, estamos en la misma España de la Transición.

—Hay que pegar un barrido a tanta cabeza calva llena de pelusa blanca. Los hombres de 70 años siguen moviendo el mundo en el que se mueven los jóvenes pegados a sus pantallitas. ¡Hay que hacer la revolución!

—¡Inocente! Fíjate en algo interesante. El sistema siempre se ha blindado ante la radicalidad de los que se venden como pulverizadores del sistema. Mientras mandaba la derecha en la II República, más o menos funcionó el invento. Pero cuando subió el Frente Popular, más allá de todos sus errores políticos y estratégicos, los ricos y poderosos dijeron: ale, ya está bien el asunto, golpe de Estado y a seguir arriba los que siempre hemos estado arriba. ¡Venga!

—¡Ah! Entonces… Lo mismo ha pasado ahora, ¿no? Aunque afortunadamente sin bombas ni checas. Cuando el sistema ha visto que podía gobernar el PSOE con Podemos, ha sufrido una reacción de repliegue. El establishment entero: viejos capos de partido, viejos propietarios de prensa, etc., han dicho: ale, ya está bien el asunto, golpe de Estado a Pedro Sánchez, y a seguir arriba los que siempre hemos estado arriba. ¡Venga!

—Exactamente, a eso me refería. A que algo tiene que cambiar para que todo siga igual y no se ponga en peligro la cúpula. Lampedusa 3.0. El sistema es siempre de los ricos y de los poderosos y solo a ellos ampara. A los del subsuelo, los que se mueren del asco, no los protege nadie. Tampoco Podemos, ojo, que siempre ha jugado a la ruptura del sistema como quien ve «Juego de tronos». Seríamos muy ingenuos si consideráramos a los jóvenes, per se, como la panacea. Los jóvenes también envejecen.

—La única certeza es la falta de salidas para los del subsuelo.

—Para los del subsuelo, al menos en Europa, existe la posibilidad de trepar hasta una pequeña cima cogiéndote a las endebles maromas que el sistema no tiene más remedio que dejarte, para que el abuso no sea tan descarado: la maltrecha educación pública, las becas cada día más precarias. Estudiar, estudiar, estudiar. Es el único salvoconducto para salir del subsuelo. Porque los del subsuelo no tienen contactos ni familiares en ningún escalafón que los aúpen. Tienen que subir con la fuerza de sus brazos.

—Y, de vez en cuando, no te olvides, echar una mirada atrás, a los que ni siquiera se les lanza una cuerdecita de esparto para que se agarren, a los millones de personas que son pura carne de cañón. La base humana en la que se cimenta este sistema con blindaje a prueba de bombas.

Bilis amarilla 2.0

—¿Conoces la antigua teoría de los humores del cuerpo humano? Se decía que había cuatro: la sangre, la flema, la bilis negra y la bilis amarilla. Esta última era la que predominaba en las personas de temperamento colérico, hombres y mujeres fácilmente irritables y con propensión a la furia, la violencia y la ira. La bilis negra, por su parte, marcaba el carácter de los melancólicos, así como la flema el de los impasibles y la sangre el de los audaces y enamoradizos. Pues bien, por lo visto, la bilis amarilla, pero amarilla canario, es la que impera en el orbe digital.

—Cierto. Ahí tienes el reciente caso del cantante Francisco diciendo burradas sobre Mónica Oltra (corderito, cómo se ha suavizado cuando ha visto que su actitud de bravucón le afectaba a la butxaca y se quedaba sin conciertos…) o el de los tuiteros haciendo escarnio de la muerte de un torero.

—La cuestión es que las redes sociales otorgan un altavoz a gente que, hasta hace cuatro días, solo podía escupir barbaridades ante su familia en casa o con sus amigos en la barra del bar. Ahora las puede lanzar a los cuatro vientos digitales y quedarse tan pancho.

—Claro, porque nuestra actual plaza pública de ajusticiamiento es Internet. Sacamos lo peor de nuestra especie, lo más primitivo, a través comentarios irreflexivos, por el mero placer de evacuar esa bilis amarilla que tú mentas. Una porción de gente necesita vomitar inmediatamente su reacción visceral ante cualquier cosa. Sin meditar, sin pararse un solo segundo a cuestionar su metralla, los dedos escriben veloces al dictado de las vísceras. Los comentarios que pueblan las noticias de los periódicos digitales así lo evidencian. Y luego está Twitter, ese mentidero del siglo XXI, esa feria de las banalidades.

—Pero no me negarás que, si al emisor le produce placer salivar salvajadas, hay mucho de morbo enfermizo en todos los que las leen relamiéndose… ¿Sabes qué opino? Que hay más gente violenta y radical en esta sociedad de lo que a priori parece, lo que pasa es que lo disimulan bien en el día a día y luego se amparan en la lejanía de las pantallas para mostrar su auténtico yo, muchas veces bajo pseudónimo.

—Precisamente es esa facilidad que otorga la lejanía de los receptores la espita por donde mana el odio. Antes de escribir cualquier tontería en foros o en la web de un periódico o en Facebook todo el mundo debería pararse a pensar si diría exactamente lo mismo ante un atril y en una sala con treinta personas de toda índole muy atentas a sus palabras. Si te atreves a sostener lo mismo, es porque detrás de tus razones hay argumentos suficientes y no las encuentras ni descabelladas ni insultivas. Pero la mayoría de la gente se avergonzaría de proclamar su vomitona ante un público de carne y hueso a escasos metros.

—Ante el público virtual todo es más sencillo. Es la sencillez en la que se encuentran cómodos los cobardes.