Farándula, compañía… y la mirada infantil de Cervantes (III parte y fin)


Víspera de compañía es la farándula, con tres mujeres y un repertorio de casi diez obras. Sus desplazamientos, a diferencia de los anteriores grupos, se llevan a cabo, íntegramente, sobre mulos o carros, lo que les permite llevar ya dos arcas para vestuarios y complementos más complejos (el texto nos dice que tienen “buenos vestidos”, sombreros con plumas o cascos con veletas). Resulta muy interesante la referencia al comportamiento escénico de alguno de sus personajes: “Hay Laumedones de ojos, decídselo vos, que se enamoran por debajo de las faldas de los sombreros, haciendo señas con las manos y visajes con los rostros, torciéndose los mostachos”. Vemos que se trataría sobre todo de un trabajo gestual en el que los ojos, o mejor dicho la forma de mirar (suponemos, intensamente, como corresponde a un enamorado), las diferentes muecas más o menos exageradas y el arreglo del bigote, jugarían un papel fundamental.

Y ya llegamos a la compañía, con sus treinta personas, de las cuales dieciséis representan, con sus trescientas arrobas de hato (repletas de gusarapas y baratijas) y su repertorio de cincuenta comedias. Rojas destaca la importancia de la preparación y el ensayo de cada obra: “Son sus trabajos excesivos, por ser los estudios tantos, lo ensayos tan continuos y los gustos tan diversos”. Estos actores se trasladan lo más cómodamente posible, sin contentarse con el carro, pues se trata de gente especialmente delicada y sensible, además de discreta y honrada.

Parece que Rojas centra su atención en un punto que no había tratado en el resto de agrupaciones: la personalidad de los componentes de la compañía. Con ello, ¿pretende afirmarlos como superiores en contraste con los siete anteriores grupos comentados? En cualquier caso, la diferencia fundamental entre éstos y la compañía es la posesión de un título, es decir, un documento oficial que concedía el Consejo Real en nombre de Su Majestad para representar, y este permiso sólo lo poseen las compañías.

Para Teresa Ferrer Valls este pasaje de El viaje entretenido, el cual hemos analizado en El patio de comedias de formar pormenorizada y a lo largo tres entradas, poseería un carácter más satírico que real, ya que la frontera entre algunas de las agrupaciones resulta poco consistente. Según apunta Ferrer, el hecho de que los interlocutores Ríos y Ramírez se asombren de tal variedad de formaciones de actores y muestren su desconocimiento en la materia es muy revelador, pues Ríos y Ramírez se dedicaban al teatro. Así pues:

“Aunque se deba tomar con prudencia, el pasaje es testimonio del apogeo de formaciones teatrales de desigual relieve y de la importancia real, de cara a la diversión del público de a pie, de todas aquellas formaciones improvisadas, asentadas probablemente sin mediación de contrato, no oficiales, que recorrían en aquellos momentos la Península. En realidad, la línea divisoria más clara es la que se establece entre la agrupación que Solano llama compañía y todas las demás. División que la práctica legal vendría a corroborar al establecer la existencia de tan sólo dos categorías: compañías de título (…) y compañías de la legua, cuyos componentes representaban en pueblos pequeños, es decir, quedaban al margen de los canales y lugares oficiales de producción teatral.”

Para terminar con este repaso al estado del teatro español a finales del XVI, décadas antes de la eclosión de la comedia barroca y de la revolución teatral lopesca, rescatamos la mirada infantil de Cervantes en su famoso Prólogo a las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados. Testimonio mítico para entender el proceso de profesionalización del teatro español, el fragmento en prosa cervantino nos traslada a una época de entrañable precariedad y esencialidad contenida: la comedia española, reina de la referencias culturales hispánicas en el siglo XXI, también estuvo en pañales.

«En el tiempo de este célebre español [Lope de Rueda], todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado y en cuatro barbas y cabelleras y cuatrocayados, poco más o menos. Las comedias eran los coloquios como églogas, entre dos o tres pastores y alguna pastora; aderezábanlas y dilatábanlas con dos o tres entremeses, ya de negra, ya de rufián, ya de bobo y ya de vizcaíno: que todas estas cuatro figuras y otras muchas hacía el tal Lope con la mayor excelencia y propiedad que pudiera imaginarse. No había en aquel tiempo tramoyas ni desafíos de moros y cristianos, a pie ni a caballo; no había figura que saliese o pareciese salir del centro de la tierra por lo hueco del teatro, al cual componían cuatro bancos en cuadro y cuatro o seis tablas encima, con que se levantaba del suelo cuatro palmos; ni menos bajaban de cielo nubes con ángeles o con almas. El adorno del teatro era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual estan los músicos, cantando sin guitarra algún romance antiguo.»  

Purificació Mascarell // Universitat de València

FERRER, Teresa (2003), “La representación y la interpretación en el siglo XVI” en Historia del teatro español, dir. Javier Huerta, Madrid, Gredos.

¡Más madera!… e hilo

A día de hoy, nos encontramos en medio de las semanas penitenciales de la Cuaresma, y si viviésemos en el siglo XVII se exigiría de nosotros recogimiento, mortificación y austeridad. Como buenos cristianos deberíamos privarnos de cualquier gratificación y placer, incluido el regocijo y alborozo que suponía acudir a un corral de comedias a asistir a una representación teatral, lo que, por otra parte, nos hubiera sido imposible, puesto que desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Resurrección, se suspendía cualquier obra de teatro o espectáculo público. ¡¿O quizá no?!

Mientras los autores de compañía aprovechaban el parón para gestionar la contratación de actores, formar nuevas asociaciones, etc., otros, los titiriteros, encontraban en la prohibición pingües beneficios ya que, curiosamente, se les permitía representar durante ese periodo. ¿Quizá porque sus actores no eran de carne y hueso? ¿Porque las damas de madera tallada eran menos turbadoras y sensuales que las Rosauras, las doñas Ángelas o las doñas Mencías representadas por actrices? ¿O por el hecho de que las marionetas no tuvieran alma? No lo sé, en cualquier caso el espectáculo continuaba y lo hacía, fundamentalmente, con la representación de un género bien querido por el público barroco como las comedias a lo divino o comedias de santos. Este género, ya de por sí potencialmente espectacular debido a las ascensiones y vuelos de personajes, a las apariciones celestiales y/o demoníacas, y a la dramatización de truculentos martirios, todavía lo era más en su puesta en escena mediante la máquina real, en donde la ilusión dramática y los efectos especiales alcanzaban cotas más altas y audaces.

Además, la máquina real ofrecía al espectador del corral la fascinante posibilidad de asistir a una representación, a pequeña escala, en la que se reproducía las espléndidas escenografías que se hacían en el teatro del Buen Retiro, con su característica organización visual en perspectiva importada del teatro italiano.

No cabe duda, por tanto, de que, sobre todo en tiempos de obligada abstinencia teatral, las posibilidades que ofrecía la máquina real convertían este tipo de espectáculo en un poderoso reclamo para el ávido público del barroco.

Así las cosas, en mis oídos vuelve a resonar la vieja cantinela en forma de queja en la que me lamento ante el hecho de no poder asistir nunca a una de esas representaciones con títeres ¡¿O quizá sí?!

Pues sí, porque el sintagma “máquina real” no solo designa una modalidad escénica basada en el teatro de marionetas que se representaba en retablos construidos ad hoc para esos peculiares actores, sino también el nombre de una compañía teatral de nuestro tiempo dirigida por Jesús Caballero que, en un trabajo que pude disfrutar en Almería el año pasado, me dejó admirada, sobre todo porque con las prisas del viaje llegué en último momento al teatro y ni siquiera había reparado en qué tipo de espectáculo iba a presenciar.

La puesta en escena de El esclavo del demonio, de Mira de Amescua, fue el que, en un trabajo casi arqueológico por parte de la compañía, se actualizó en ese momento. Se mantuvieron los materiales constructivos originales, utilizando la talla en madera y el policromado de los títeres, las sedas y los terciopelos en el vestuario, asimismo mantuvieron la iluminación simulando un escenario iluminado con candiles, como se hacía entonces. En definitiva, que resultó una propuesta interesantísima que, si tenéis ocasión, no os podéis perder.

Aquí os dejo una muestra para  ir abriendo boca.

Rosa Durá // Universitat de València

La investigación en tiempos de crisis

«Por una ciencia de calidad y sin complejos»

Por Cristina Garmendia, ministra de Ciencia e Innovación (EL MUNDO, 24/02/11):

En ‘La peste’, de Albert Camus, el Dr. Bernard Rieux, protagonista y cronista de la novela, reúne todos los medios a su alcance para luchar contra la terrible enfermedad que asola Orán. En un episodio memorable, Tarrou, un esforzado voluntario, confiesa a Rieux las razones íntimas que le han llevado a trabajar en silencio y sin descanso por una causa que muchos dan por perdida. El monólogo de Tarrou, que destila algunas de las preocupaciones existenciales del propio Camus, es toda una declaración de principios: no importan tanto los fines como la actitud; no es necesaria una fe trascendente, sino la convicción de trabajar del lado de quienes lo necesitan.

En situaciones de crisis como la actual, el compromiso activo de la comunidad científica con esta tarea es tan vital como la determinación del personaje de Camus. Los científicos españoles han encontrado en los dos últimos años motivos para la desesperanza. Tras la progresión sin precedentes de la inversión pública en I+D, que se duplicó entre 2005 y 2009, el crecimiento se ha frenado como consecuencia de las políticas de reducción del déficit.

En los dos últimos años se han tomado decisiones muy difíciles para garantizar la sostenibilidad de las cuentas públicas. No es posible, ni sería razonable, que la política científica permaneciera ajena a esas decisiones. La austeridad es aplicable a todos los ámbitos de la Administración, y mantener la inversión en I+D con la progresión de años anteriores sólo habría sido posible a costa de socavar otros pilares del Estado del Bienestar, como la sanidad, las pensiones o la educación.

Nuestra ciencia, nuestros investigadores, merecen mucho, pero no todo ni a cualquier precio. Aspiramos a situarles al frente de la sociedad, pero no por encima.

El Gobierno, pese a todo, ha dado prioridad en los Presupuestos de 2011 a las políticas del Ministerio de Ciencia e Innovación, con el objetivo de mantener todas las capacidades científicas desarrolladas en los últimos años. Los programas del Ministerio, principal vía de financiación de las actividades de I+D de universidades y centros de investigación, mantienen una dotación muy similar a la de 2010. Y esto ocurre cuando la reducción media de los presupuestos del conjunto de ministerios supera el 12%. Otras políticas se han tenido que sacrificar para preservar la ciencia.

Conviene, no obstante, mirar más allá de los Presupuestos. La evolución de la investigación española es una de las mayores historias de éxito de la democracia. En solo tres décadas España ha ascendido desde el puesto trigésimo en producción científica mundial hasta ubicarse en el top 10. El número de trabajadores en I+D creció un 36% entre 2005 y 2009, y ese año, el de mayor destrucción de empleo de la Historia reciente, el trabajo en I+D siguió al alza.

Contamos con más personas que nunca trabajando en I+D y con más recursos que nunca por investigador. Hemos situado a varios de nuestros centros entre los mejores de Europa en su especialidad. Uno de cada cinco científicos contratados con cargo a programas del Ministerio procede de otros países, atraído por las condiciones que ofrece España.

Pese a todo, no hemos superado la percepción pública negativa que buena parte de la sociedad tiene sobre el estado de nuestra I+D. Pesan demasiado los victimismos, los complejos y los prejuicios sobre la situación de nuestra ciencia, como la idea de que hay que emigrar del país para hacer ciencia de calidad. España padece un problema de paro del que no se escapa la profesión de científico, pero denunciar una fuga de cerebros es insultar a los miles de investigadores de prestigio internacional que trabajan aquí.

El pesimismo acompaña a la mentalidad española desde el origen de nuestra ciencia moderna. Santiago Ramón y Cajal, que además de eminente científico es uno de los padres de la política científica española, escribía a principios del siglo XX: «Durante algún tiempo todavía (…) la investigación científica en España será obra de abnegación y sacrificio».

Este pronóstico es aún enarbolado por algunos miembros de la comunidad científica y asumido como propio por buena parte de la prensa. Pero añadía Cajal: «Con todo eso, fuerza es declarar que se han exagerado mucho las resistencias morales y materiales opuestas al trabajo científico. Nuestros Jeremías de la Universidad deploran, a veces con razón, la falta de medios, pero más a menudo se quejan un poco teatralmente, adoptando posturas retóricas de abandono y persecución».

Creo sinceramente que cuando la peste de la crisis hostiga nuestra sociedad, cuando más de un millón de familias tiene todavía a todos sus miembros en paro, la dicotomía es simple: podemos trabajar con los recursos a nuestro alcance para que la investigación española sea de la máxima calidad -y contribuya a generar conocimiento de frontera, riqueza económica y empleo para el país- o podemos refugiarnos en la rémora del victimismo; podemos encontrar en cada éxito una motivación para seguir avanzando, o lamentarnos a diario por aquello que todavía no hemos conseguido.

El pesimismo patrio se estrella, como en otras ocasiones, contra los reconocimientos que vienen del exterior. El pasado 26 de enero la Comisión Europea invitó a España a participar en un seminario en Bruselas para presentar, ante todos los Estados miembros, sus estrategias para preservar con éxito el Presupuesto público de Ciencia e Innovación en este periodo de crisis. Días después, la comisaria europea del ramo, Máire Geoghegan-Quinn, felicitaba al presidente del Gobierno por los ambiciosos objetivos españoles en materia de I+D. Nadie espera que nuestra ciencia se concentre sólo en resolver problemas del corto plazo, porque hay investigaciones cuyos frutos pueden tardar muchos años en producirse. Pero sí necesitamos una actitud de implicación con la sociedad que se traduzca en hacer ciencia de la máxima calidad.

Como ministra de Ciencia e Innovación he tenido el privilegio de sentir de cerca ese compromiso de muchos de nuestros investigadores.

Pienso en Francisco Guinea y en María Blasco, que desde el CSIC y el CNIO han trabajado codo con codo, respectivamente, junto a los galardonados con los premios Nobel de Física y Medicina 2010. Pienso en Lluis Torner e Ignacio Cirac, que desde dentro y fuera de España han hecho del Instituto de Ciencias Fotónicas un centro de referencia mundial, capaz de atraer talento y mecenazgo privado de una forma que no conocíamos. Pienso en Carlos López Otín y Joan Oleza, que desde las universidades de Oviedo y de Valencia demuestran que es posible combinar, con la mayor excelencia, una intensa actividad docente con el trabajo investigador. Pienso en Avelino Corma, que además de ser el científico español más citado de la última década, cuenta con más de 100 patentes que generan importantes ingresos al CSIC y, por extensión, a la sociedad española que financia su trabajo. Pienso en las decenas de investigadores de todo el mundo embarcados ahora mismo en la Expedición Malaspina, un proyecto con el que la investigación española en oceanografía y cambio global pone el listón a una altura difícil de superar por otros países.

Ellos también querrían tener más recursos a su disposición -¿hay alguien que no?-. Sin embargo, después de cada premio, de cada publicación de prestigio, de cada patente o de cada nuevo contrato que firman con una empresa, vuelven al laboratorio para investigar con la misma tenacidad y discreción. Y lo hacen porque saben que su trabajo es un ejemplo, como el de Tarrou combatiendo la peste, de lo que ahora más necesitamos: compromiso con el futuro de España.

Un episodio de la juventud de Calderón y un libro

Acostumbrados a ver en el retrato de Calderón el sacerdote anciano y en sus obras el decoro y gravedad del hombre maduro, nos cuesta trabajo imaginarlo joven, calavera y duelista, y persona, en fin, cuya mocedad fue de las más sueltas y borrascosas.


Con estas palabras se refería Cotarelo y Mori en su Ensayo sobre la vida y obras de D. Pedro Calderón de la Barca (1924) a un «suceso trágico» de la juventud de Calderón, el asesinato de Nicolás de Velasco, hijo de un criado del Duque de Frías, del cual se culpó al dramaturgo y sus hermanos. Menos árido es otro incidente de la temprana edad de don Pedro, un curioso caso con escondidos y persecuciones, como en la comedia de capa y espada, y donde no solo hay reyes y nobles sino también  cómicos y literatos de la época; además uno de los protagonistas es un pobre gracioso.  Una historia que bien podría inspirar el comienzo de una novela.

En 1629, uno de los hermanos de Calderón fue gravemente herido en una reyerta callejera (que no debían de ser infrecuentes en la época, y ahora no nos son totalmente extrañas).

Su atacante fue el actor Pedro de Villegas, comediante de la compañía de Antonio de Prados, quien salió por piernas y se refugió en el convento de las religiosas Trinitarias ubicado en la calle de Cantarranas, hoy calle de Lope de Vega.

El propio Calderón irrumpió en el convento, saltándose a la torera la clausura, acompañado de varios vecinos, ministros de la Justicia y otros cómicos, y en la búsqueda airada de Pedro de Villegas parece ser que no trató con el debido respeto a las monjas. Esto le contó en una carta al Duque de Sessa Lope de Vega, cuya hija Marcela había profesado en el convento en 1623.

El altercado llegó a oídos del famoso monje trinitario y predicador real Fray Hortensio Félix Paravicino, conocido por imitar el estilo de Góngora, de forma que sus discursos resultaban harto oscuros. Paravicino era amigo de Lope y eso puede explicar algunas cosas. El caso es que en el sermón que pronunció ante el Rey y la corte en la Capilla Real el 11 de febrero de 1629 denunció los desórdenes cometidos por los cómicos, entre ellos, claro, Calderón, en el convento de las Trinitarias. Cuando don Pedro se enteró de que lo habían mentado y no para colmarlo de elogios ante sus majestades, se agarró el consabido cabreo; por aquel entonces acababa de terminar una de sus obras maestras, El príncipe constante, y ni corto ni perezoso, aunque la obra ya había pasado la censura, decidió incluir en ella unos versos satíricos contra el trinitario: cinco endecasílabos y medio en los que Brito denomina al estilo de Paravicino «emponomio horténsico» al tiempo que lo imita, con lo que no se sabe muy bien qué quiere decir:

Una oración se fragua
fúnebre, que es sermón de Berbería:
panegírico es que digo al agua
y emponomio horténsico me quejo,
porque este enojo, desde que se fragua
con ella el vino, me quedó, y ya es viejo.
 

A Paravicino la burla le sentó como un jarro de agua fría y se quejó a los jueces de los teatros. Se acusó a Calderón de haber añadido los versos después de que la comedia hubiera pasado la censura y fue condenado a varios días de arresto en su casa; además tuvo que eliminar la dichosa puya de El príncipe constante. Pero mientras pasaba todo esto la obra ya había sido representada varias veces, incluso ante el propio Felipe IV.

En todo este tiempo la rabia del trinitario no había hecho sino crecer y, ofendidísimo, redactó un furibundo Memorial al Rey, el cual llegó al Presidente del Consejo de Castilla, el Cardenal de Trejo y Paniagua. Este preparó un Parecer en el que, si bien amonestaba la mofa de Calderón, tampoco escondía su parecer (nunca mejor dicho) de que la rabieta del monje le resultaba un poco exagerada.

Lo más curioso de todo es que los versos en cuestión, como se ha indicado, fueron suprimidos de la comedia, no aparecen en ninguna de las ediciones antiguas conservadas y, si los conocemos hoy, es solo gracias al Memorial que Paravicino dirigió al Rey.. Sin comentarios, ¿verdad?

Como decía al principio, todo este episodio resulta tan novelesco que podría constituir el principio de una novela. Y lo es. No sé bien si el principio, porque hace ya un tiempo que la leí y no la recuerdo bien, pero sí que se trata uno de los hilos argumentales de La lengua de Dios, de Santiago Miralles.

En ella se dan cita Calderón y Paravicino, pero también Lope, Velázquez, Quevedo, Olivares y Felipe IV. El Madrid de la época, los duelos, el teatro, las actrices. Las intrigas literarias y políticas del momento. El Siglo de Oro. Bien merece una lectura: seguro que a los TC-12 nos resulta amena, pues para nosotros tiene cierto encanto toparnos con todos estos señores del diecisiete en el mundo de la ficción.

Por cierto, en la portada de La lengua de Dios aparece el retrato de Paravicino realizado por El Greco en 1609. Aparenta ser un hombre inteligente y culto (tiene un libro entre las manos). Una espléndida pintura que inspiró el poema de Luis Cernuda «Retrato de poeta» al que pertenecen estos versos:

Tú no puedes hablarme, y yo apenas
si puedo hablar. Mas tus ojos me miran
como si a ver un pensamiento me llamaran.

 

Una cadena de inspiraciones, en fin, entre el teatro, la pintura, la novela, la poesía y, claro, siempre, la realidad.

 

Isabel Hernando Morata // Universidade de Santiago de Compostela

Corazón loco

Ya se sabe que «april is the cruellest month» así que lo inauguramos con una entrada de prevención ante las posibilidades e imposibilidades de la primavera y sus instintos.

Ya nadie lee a Ovidio, o eso parece, y sin embargo cuánto podríamos aprender del Ars amandi, el arte de amar… un problema todavía sin resolver, los Remedia amoris, un conjunto de estrategias que, de ser ciertas y eficaces, hubieran atenuado todos los abriles en los que hemos querido morir de amor.

TEODORO:
Hoy espero mi muerte.

TRISTÁN:
Siempre decís
esas cosas los amantes
cuando menos pena os dan.

Algo así, algo así. Teodoro es el famoso secretario de El perro del hortelano, de Lope de Vega, enamoradísimo de Marcela, una criada de la condesa de Belflor. Sin embargo, su amor es peligroso porque los encuentros entre ambos, de noche, en el palacio, no estarían bien vistos por la condesa, Diana (mitológicamente casta, pura y soltera).

TEODORO:
Pues ¿qué puedo hacer, Tristán,
en peligros semejantes?

TRISTÁN:
Dejar de amar a Marcela,
pues la condesa es mujer
que si lo llega a saber,
no te ha de valer cautela
para no perder su casa.

TEODORO:
Y ¿no hay más sino olvidar?

Nada más y nada menos…

TRISTÁN:
Liciones te quiero dar
de cómo el amor se pasa.

Y aquí comienza una reformulación paródica de los Remedia amoris de Ovidio, un poema teórico-amoroso rescatado, cómo no, en el renacer clásico del siglo XVI, divulgado y adaptado por todos los poetas del renacimiento y, como vemos, del barroco. Tristán, criado gracioso, señala el camino del bien a su superior. Tomad nota.

TRISTÁN:
Primeramente has de hacer
resolución de olvidar,
sin pensar que has de tornar
eternamente a querer;
que si te queda esperanza
de volver, no habrá remedio
de olvidar; que si está en medio
la esperanza, no hay mudanza.

Fundamental. Primero: querer olvidar. Segundo: no dar rienda suelta a la imaginación, pensando encuentros inesperados, cruce de miradas seductoras, escenas con música de piano y diálogos entre susurros

TRISTÁN:
Es enemigo que vive
asido al entendimiento,
como dijo la canción
de aquel español poeta;
mas por eso es linda treta
vencer la imaginación.

TEODORO:
¿Cómo?

TRISTÁN:
Pensando defetos,
y no gracias; que olvidando,
defetos están pensando,
que no gracias, los discretos.

No la imagines vestida
con tan linda proporción
de cintura, en el balcón
de unos chapines subida.

Tercero: ser consciente de la artificiosidad de la belleza, de su brevedad, de su relatividad…

Toda es vana arquitectura;
porque dijo un sabio un día
que a los sastres se debía
la mitad de la hermosura.

Pensar defetos, en fin,
es medicina aprobada.

Si de acordarte que veías
alguna vez una cosa
que te pareció asquerosa,
no comes en treinta días;
acordándote, señor,
de los defetos que tiene,
si a la memoria te viene,
se te quitará el amor.

En efecto. Sin embargo Teodoro rechaza su terapia de choque…

TEODORO:
¡Qué grosero cirujano!
¡Qué rústica curación!
(…)
En las gracias de Marcela
no hay defetos que pensar.

Pero no nos resignemos a la imposibilidad que declara Teodoro. Se puede olvidar un amor (y un desamor). Es más, el propio Teodoro unos pocos versos después cambiará a Marcela por la propia condesa Diana, y un acto después pretenderá conquistar al nuevo amor, y unos versos más tarde, conquistar al antiguo amor, y unos desaries después, volver al nuevo… Y se casarán Teodoro y Diana, cómo no… Y es que también lo dijo Ovidio: un clavo saca a otro clavo… Buena suerte.

April is the cruellest month, breeding
lilacs out of the dead land, mixing
memory and desire, stirring
dull roots with spring rain.

(T. S. Eliot, The Waste Land, 1922)

José Martínez Rubio // Universitat de València